7/2/10

La decisión de Emery

Los números avalan a Unai Emery, pero si el guipuzcoano busca una mano amiga, parece que no le queda otra que mirar hacia el final de su brazo. Todas sus decisiones son cuestionadas. Cuando lo pinta de blanco, ¿por qué de blanco?; si es de negro, ¿por qué de negro?; si lo deja sin pintar, ¿por qué no le das color? Y que no pida consejo, porque le tacharán de inseguro.
Siempre le pillará el toro. El sábado, a pesar del 2-0 frente al Valladolid y de las ocasiones para alcanzar una goleada de esas que en Mestalla no se ven desde los años cincuenta, el entrenador del Valencia acabó con un siete en la taleguilla. La grada le dio un enganchón.

A poco del inicio de la segunda parte, cuando ordenó al Chori que empezara a realizar un calentamiento, todo el mundo adivinó que como Pablo Hernández no estaba nada bien, el iba a ser el jugador sustituido. Y así ocurrió poco después, aunque como el entrenador decidió el relevo casi coincidiendo con el momento en que Mestalla coreó la presencia del argentino, la inmediata y más sencilla lectura que hicieron los detractores de Unai, que son muchos, fue considerar que el técnico, sin personalidad, se había dejado llevar por la voz del pueblo.

Claro que, si Unai hubiera ordenado antes la permuta, también se la habrían cuestionado (¿por qué no esperar un poco?). En el supuesto de haber demorado más la presencia del Chori, alguien le espetaría que tuvo que ser el público quien le advirtió. Y de haber prescindido del futbolista, le atosigarían a preguntas sobre el porqué del fichaje. ¿De qué se habla que me opongo? A veces es mejor caer en gracia que ser gracioso.

Decisiones y aciertos aparte, en el partido del sábado no fue sorpresa la pitada que se llevaron los jugadores en la primera fase del segundo tiempo. Cuanto menos resulta curioso que un equipo esté ganando y su afición le silbe. ¿Por falta de implicación? Sí. La misma carencia y apatía que se observó en algunos reservas que, tras el partido, se ejercitaron en el césped de Mestalla. Con esa actitud no se llega muy lejos, amigo.

55. (Las Provincias, 8 de febrero de 2010)

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