Vamos
a imaginar situaciones. Pongamos que quien está hablando es el padre Atienza,
un profesor apasionado del deporte, al que nunca se le iba la mano como a otros
profesores de mi cole, pero que siempre impresionaba por el tonito que utilizaba cuando advertía de algo.
–Dile
a tu padre que venga, que quiero hablar con él.
En
ese momento el rubor empezaba a ascender desde los tobillos, las orejas tomaban
un color bermellón y uno no sabía hacia dónde mirar. La sensación aún era peor
después, al trasladar el mensaje al padre, que sometía al chaval a un profundo interrogatorio
para que le adelantara la trastada que se suponía que habría cometido. Esa
noche no pegaba ojo y al día siguiente, cuando los dos iban camino del colegio,
a él le temblaban hasta las costuras de los calcetines.
Al
llegar entre sudores a la calle Albacete, los compañeros que ya intuían lo que
se avecinaba, permanecían expectantes en completo silencio –salvo un niño
cabroncete, que sonreía como una hiena–, y cuando terminaba la charla
padre-profesor, se acercaban a consolarle porque además habían escuchado el
"ya hablaremos cuando vuelvas a casa" con el que se había despedido su
papá.
Ahora
avancemos en el tiempo y pongámonos en el caso de que quien está hablando es, Cristóbal
Montoro, y delante de él tiene a una de las figuras del fútbol mundial.
–Dile
a tu padre que venga, que quiero hablar con él.
El
ministro de Hacienda se expresa así por algo más que una trastada, porque por el
medio aparece la Fiscalía Anticorrupción y el juez Pablo Ruz y eso nunca viene
por un quítame esas pajas. ¿Y llama a su padre? Sí, porque es quien le lleva
los asuntos económicos.
Pero,
continuemos con el juego: De nuevo echemos la vista atrás hasta aquellos chicos
acongojados viendo la angustia del compañero encausado, y rápidamente cerremos los
ojos e imaginemos que en lugar del tremendo silencio, cuando chaval llega con
su padre a la cita con el padre Atienza, los que le esperaban empiezan a aclamarle,
a aplaudirle, y él responde sonriente y les saluda como un torero que termina
de cortar las dos orejas.
Ya
sé que eso no tiene ninguna lógica. Pero lo he dicho al principio. Se trataba
de un juego. De un juego de imaginar situaciones. Y hay muchas más por evocar.
Incluso podíamos imaginar que al final de la historia ese alumno recapacita,
acaba sacando buenas notas, y que la estrella del balón –y otros en situación similar–,
cumple con todas sus obligaciones tributarias y, eso sí, le anuncia a su papi:
-Ya hablaremos cuando lleguemos a casa.
555 (Publicado en Las Provincias, el 10 de octubre de 2014)
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