Se suele
decir que con el paso del tiempo de un partido solo queda el resultado. En la
retina no hay demasiado espacio como para ir más allá de los guarismos, pero de
este van a quedar más cosas y eso que, como la memoria es selectiva, sólo
acentúa los recuerdos agradables. Por ejemplo, hasta ahora de La Rosaleda los
aficionados evocaban el encuentro de hace diez años y los dos goles que
marcaron Ayala y Fabio Aurelio. El 0-2 que a una jornada del final del torneo
sirvió para que el equipo se proclamase campeón de Liga 31 años después del
anterior título.
Incluso, sin
echar mano de hemerotecas, bastantes seguidores apuntarían que el árbitro de
entonces fue Pérez Burrull, que Joaquín Peiró entrenaba al Málaga o que en
aquel partido Djukic participó solo un minuto en sustitución de Pellegrino. Y,
ahora, ¿de qué se van a acordar? Pues de
la generosidad de los defensas valencianistas, del desaparecido Banega, de la
nulidad de Valdez en los desmarques, de las habilidades de Isco, Portillo, Joaquín,
Saviola, Camacho...
Algunos especialistas
en esto de la memoria dicen que aferrarse en exceso a los recuerdos puede
llegar a generar rupturas con la realidad. Y a lo mejor es lo que le pasó al
Valencia, que viajó a Málaga con la obligación de dar el paso adelante (que ya
va siendo hora) pero lo hizo demasiado arropado por las alabanzas tras el
partido con el Bayern y por los recuerdos. Por eso ahora le va a costar digerir
la goleada, aunque más que por la humillante cifra, porque el equipo rozó el
bordeline, el trastorno de identidad.
475 (Publicado en Las Provincias, el 26 de noviembre de 2012)
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