Seguro que Jaime Ortí nunca olvidará los éxitos que vivió al frente del Valencia ni algunos sinsabores que salpicaron los poco más de tres años de mandato. Como el de aquella tarde-noche del mes de agosto de 2003, durante la presentación del equipo, cuando la masa de Mestalla fue más cruel que nunca y no le permitió siquiera hilvanar un par de frases seguidas.
Jaime, alma de cántaro, se había convertido en un presidente de a pie, familiar. Y con menos asesores y participación accionarial que Manuel Llorente, quien en ese momento compaginaba el cargo de consejero delegado y director general, pasó por alto que la exigencia había crecido demasiado; que el curso 2003 fue un paréntesis decepcionante después de la conquista de la Liga que llevaba resistiéndose 31 años, y que la disputa por el sofá y el sillón que enfrentó al director deportivo con el entrenador le pasaría factura.
Llorente le había recomendado que se abstuviera del tradicional discurso, pero Jaime se ajustó la taleguilla y saltó al ruedo para, entre sudores, acabar tragando saliva, casi con la misma decepción que un año después, cuando Juan Soler le despojó de los laureles de César y giró el pulgar hacia el suelo obligándole a dimitir.
En el Valencia los discursos son historia y los fichajes han sido los que ha permitido la economía. Por eso hoy, cuando el equipo se exhiba ante su público, los seguidores sólo deben de esperar que sean los futbolistas quienes hablen sobre el terreno de juego.
136. (Las Provincias, 18 de agosto de 2010)
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