Como a los porteros siempre se les mira con lupa, y a algunos incluso con microscopio, si un entrenador está obligado a sacudir la presión que agobia a sus jugadores, cuando debido a un error las descalificaciones son implacables, el compromiso del técnico aumenta de forma proporcional.
Miguel Ángel Moyá necesita sentirse arropado más que nunca. No es cosa de una palmadita en la espalda. Es cuestión de confianza para que pueda desenvolverse con seguridad, con el mismo ánimo que ayer tendría el atlético Sergio Asenjo, que la semana pasada también cometió una pifia.
Las cualidades del portero mallorquín están fuera de duda. Lleva seis años en Primera y nadie pasa de ser bueno o malo de un día para otro. Llegado a este punto, una vez más surge la necesidad de alcanzar la estabilidad de criterio que tanto se echa de menos en el mundo del fútbol. Porque ni uno es bueno por haber tenido éxito ni malo por no tenerlo. Hay que ahondar mucho más.
Falla el delantero y, ¡otra vez será! Pero si la pifia es del portero la grada se indigna. Doble rasero.
La historia del fútbol está repleta de anécdotas descorazonadoras con los guardametas en el centro de la diana. Desde la de Miguel Reina en un España-Holanda de 1973 a la de Toni en la final de la Copa 2000, pasando por las de Arconada en la Eurocopa'84 y Zubizarreta en Francia'88. Y no me olvido de las cantadas de Lopetegui, Busquets, Cañizares o Chilavert, como tampoco las históricas de Barthez, Paul Robinson, Higuita, Burgos, Enckelman... E incluso de Peter Schmeichel. Pero ya se sabe que los porteros viven peligrosamente; al límite de la línea que separa los reproches de la gloria. Es su sino.
61. (Las Provincias, 22 de enero de 2010)
No hay comentarios:
Publicar un comentario