El fútbol, como espejo de la sociedad, se sustenta en la desigualdad permanente. Entre los dos grandes y el resto se observa el mismo contraste que ofrecen las espectaculares cuentas de resultados que presentan algunos emporios financieros y las de pequeños empresarios (nótese que obvio pronunciarme sobre la insolvencia familiar) que, después de flexibilizar con lágrimas sus diminutas plantillas y aumentar la tasa del desempleo, acababan por bajar la guardia y no les queda más remedio que bajar también la persiana.
El mundo del fútbol ha cambiado. La desproporción aumenta de forma vertiginosa. Hace un tiempo, los equipos condimentaban las pretemporadas al fuego lento de la confianza, con una pizca de ilusión y otra de arrojo, que tiene nombre de planta herbácea. Luego el ejercicio solía acabar con ventaja de los mismos. Pero no siempre ni de manera tan desmesurada como viene ocurriendo estos años.
La abismal distancia de puntos que en las dos últimas temporadas han establecido el Barcelona y el Real Madrid sobre el tercer clasificado (el Valencia acabó con 71, cifra que en otro tiempo daba para luchar por el título) refleja que el fútbol cambió. Esto no es lo que era y soñar con títulos es vender humo.
La burbuja se hace grande y la capacidad de endeudamiento de los trasatlánticos no sólo se sustenta en el apoyo de la banca que cierra el grifo a otros sectores. También se debe al silencio del resto de clubes que, animalitos de Dios, se conforman con unas migajas. Esos que ahora están a la espera de que los grandes muevan ficha para ver qué pueden hacer.
260. (Publicado en Las Provincias, el 17 de junio de 2011)
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